La derrota financiera. La nacionalización de la matriz de Bankia, el pasado miércoles, ha liquidado los restos de sistema financiero que le quedaban a la Comunidad Valenciana: ese 37% que tenía Bancaja en la entidad; Antes cayeron el Banco de Valencia y la CAM. Y Ruralcaja acabó absorbida; Una debacle comparable a la derrota en la batalla de Almansa
Jordi Cuenca Puede que ni en la batalla de Almansa hayan sufrido los valencianos una derrota tan aplastante y clamorosa como la que se consumó el pasado miércoles con la nacionalización de la matriz de Bankia. El 9 de mayo de 2012 pasará a los anales de la historia de esta tierra. Será estudiado en las universidades como el día de la definitiva debacle de un sistema financiero que apenas cinco años antes era el orgullo nacional. Tras la intervención de la CAM en julio de 2011, del Banco de Valencia en noviembre y la absorción de Ruralcaja por la andaluza Cajamar, el único rescoldo de poder financiero propio que le quedaba a esta autonomía era el 37,7% que Bancaja tenía en la matriz de Bankia, el cuarto banco más grande del país. El pasado miércoles, sin embargo, el consejo del Banco Financiero y de Ahorros (BFA) pidió que el FROB convirtiera en capital los 4.465 millones en participaciones preferentes que le había prestado en 2011. Era la nacionalización de la entidad, lo que, a efectos valencianos, significaba que el Estado se quedaba con ese 37,7% de Bancaja. Es decir, el fin. La desfeta es descomunal y tendrá efectos perdurables en esta autonomía, que aún puede recibir un mazazo mayor si su incapacidad para financiarse la lleva a la intervención, una opción disparatada no hace mucho tiempo pero que ya no se puede descartar. Es obvio que la definitiva defunción del sistema financiero valenciano, más allá del valor sentimental, no va a tener efectos significativos sobre la mayoría de los usuarios de banca, siempre y cuando los ciudadanos de esta tierra consigan quitarse de encima el estigma de morosos con que los mira el sector bancario. Siempre habrá una entidad que les remunere sus ahorros, les venda planes de pensiones y, con las debidas garantías, les preste dinero para comprarse el coche o la casa. También para que les tome en pelo con productos como los swaps o las participaciones preferentes. Más dificultades van a encontrar los empresarios que no figuran en el top ten, como ya han podido comprobar con Bankia. El desplazamiento de los centros de decisión pone distancia en las relaciones personales, un factor clave en un negocio que se mueve por la confianza. Pero hay muchos intangibles que se han perdido para siempre. Ya se ha reiterado el desastre que supone la pérdida de los servicios centrales de las antiguas cajas de ahorros. En conjunto, estamos hablando de unos tres mil puestos de trabajo de alta cualificación que han desaparecido de un plumazo. Quienes los ocupaban o están prejubilados o desplazados o ejerciendo una categoría inferior. Quienes debían relevarles, en el futuro tendrán que marcharse de la Comunitat Valenciana. En los años de bonanza, las administraciones valencianas llevaron al abuso la implicación de las cajas de ahorros en sus proyectos emblemáticos y contribuyeron, por tanto, a su ruina, pero es evidente que una entidad vinculada a un territorio acaba implicada en su desarrollo y hay proyectos colectivos en los que su participación es indispensable, siempre desde la racionalidad, aunque los beneficios no sean monetarios. Eso se ha perdido también irremediablemente, al igual que la capacidad para atraer negocio foráneo fruto de la implantación en otras zonas o de la presencia específica en los foros de poder. No menos trascendente va a ser la muerte casi absoluta -quedan mínimos rescoldos de esperanza en la CAM y tal vez en Bancaja- de la obra social. Baste recordar que la caja valenciana, en sus épocas de esplendor, llegó a destinar 83 millones de euros a este cometido, casi 15.000 millones de las antiguas pesetas. El daño para el entramado asociativo de la autonomía, para la asistencia social, el emprendedurismo, la tercera edad, los grandes centros culturales o señas de identidad propia como la pilota va a ser enorme. Volviendo a la batalla de Almansa, tras la derrota, los valencianos dirigieron su ira hacia el borbón Felipe V. En Xàtiva, su retrato cuelga boca abajo como muestra de repulsa hacia el monarca que acabó con los Fueros valencianos. Tal vez en un día no muy lejano alguien tenga la ocurrencia de hacer lo mismo con el cuadro de alguno de los más significados protagonistas de esta triste historia del sistema financiero. No es difícil encontrar a alguno de ellos inmortalizado al óleo. En cierta sala noble de Bancaja se les puede contemplar. Vanidad del cargo. Candidatos no han de faltar. En la política autóctona hay tres personajes destacados: los expresidentes de la Generalitat Eduardo Zaplana, José Luis Olivas y Francisco Camps. Con una mención destacada al segundo, que también ejerció de conseller de Economía y vicepresidente económico con el primero, ellos tres impulsaron un modelo que supuso la desprofesionalización de los órganos de gobierno -la ley de cajas de 1997 consumó el abordaje político, cuyas puertas ya había abierto el socialista Joan Lerma-, la implicación de las entidades en los faraónicos proyectos de la Generalitat, con Terra Mítica como emblema, y la injerencia política en la gestión como corolario de una legislación urbanística que propició la burbuja inmobiliaria y aquel mundo sórdido de los PAI. No es de extrañar, en consecuencia, que el Instituto Valenciano de Finanzas, encargado de tutelar a estas entidades en su ámbito territorial, hiciera dejación de funciones y poco menos se enterara por la prensa del derrumbe de las cajas que debía vigilar. Políticos sin más o personajes sometidos a los políticos a los que debían el cargo y que no supieron o no quisieron independizarse de ellos han sido los máximos dirigentes de estas entidades. José Luis Olivas (2004-2012) y el abogado Julio de Miguel (1998-2004), desde la presidencia de Bancaja y el Banco de Valencia, y los empresarios Vicente Sala (1998-2009) y Modesto Crespo (2009-2011), desde la de la CAM, han sido los principales responsables de la deriva ruinosa de unas entidades que, antes de la crisis, ocupaban el tercer y el cuarto lugar del escalafón del sector. Ellos fueron la correa de transmisión de la injerencia política, los que pastelearon consejos, cargos en participadas y negocios, los que marcaron o no se opusieron al rumbo claramente desviado de estas empresas financieras. Olivas ejerció como presidente ejecutivo, hasta el punto de que apenas le duró tres años el director general, Fernando García Checa, a quien sustituyó por el más obediente Aurelio Izquierdo. Los otros tres se dejaron guiar por sus primeros directivos. Checa e Izquierdo en Bancaja, Domingo Parra en el Banco de Valencia como consejero delegado y Roberto López Abad y María Dolores Amorós en la CAM fueron las personas que diseñaron y ejecutaron las políticas que siguieron las citadas entidades. Unas cajas que se desmarcaron, como tantas otras también hundidas, de las clásicas formas de gestión financiera y basaron su actividad y crecimiento en la concesión de hipotecas, los grandes préstamos a promotores, la gestión de suelo y las millonarias inversiones en Bolsa, donde tomaron participaciones en significadas empresas que les rentaban dividendos anuales con los que conseguían buena parte del beneficio que no lograban con el negocio bancario habitual. Todos los desmanes que han acabado con el sistema financiero valenciano, evidentemente, no se habrían producido con una buena gestión o con unos políticos digamos más sensatos, pero este país tenía instrumentos, mediante la ley y la supervisión, para haber puesto coto a aquella errática trayectoria. Baste recordar, por ejemplo, que en 2002, el entonces vicepresidente económico del Gobierno, Rodrigo Rato, el mismo que esta semana ha tenido que dimitir como presidente de Bankia, aprobó una reforma financiera que, en lo que respecta a las cajas de ahorros, se limitó a hacer caso a una exigencia de la Comisión Europea: esas entidades no podían tener más de un 50% de representantes de origen político en sus órganos de gobierno, porque, de lo contrario, consideraría los créditos como ayudas públicas. En algunas autonomías, como la valenciana, se había llegado al 56%. Era un disparate que iba contra las normas de gobierno corporativo. Rato dejó el porcentaje en el 50%. No consta que le pasara por la cabeza aprovechar el estirón de orejas de Bruselas para forzar una mayor profesionalización. Eso sí, el Gobierno del que formaba parte aprobó la funesta ley del suelo que dio origen a la burbuja inmobiliaria. Su sucesor, el socialista Pedro Solbes, se caracterizó por el tancredismo: ni pinchó la burbuja ni puso coto a la enloquecida carrera de tantas cajas. No menos inquietante ha sido el papelón del Banco de España. Parece obvio que el actual gobernador, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, no tiene ninguna medalla que ponerse. Pone los pelos de punta pensar que hace dos semanas dio por bueno el plan de saneamiento de Bankia por el que esta entidad se empecinaba en seguir en solitario y sin ayudas. Pero Ordóñez, en el cargo desde 2006, tras ser secretario de Estado de Hacienda en el Gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, llegó al supervisor en 2006, un año antes del inicio de la crisis y, por tanto, a él se le puede y debe achacar la mala gestión del desastre consumado. Pero ¿qué decir de su antecesor, el valenciano Jaime Caruana, gobernador desde 2000, y, en consecuencia, la persona que pilotó la entidad supervisora en los años de mayor expansión financiera, cuando se podía y debía haber puesto freno -con provisiones más duras y con otras medidas a su alcance, además de con unas inspecciones un poquito más precisas y puntillosas- a unas entidades que estaban completamente desmadradas? Son cuestiones para la Historia, la pequeña historia de este país, cuyas viñas financieras han sido arrasadas por jabalíes, como diría el Papa Benedicto XVI.
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