Pedir a los políticos que no metan las manos en las cajas de ahorros es como decirle a un niño que deje de toser: un ejercicio inútil en su totalidad. De repente hemos descubierto que la influencia de los representantes del pueblo en estas entidades es nefasta y terminará llevándolas a su perdición. Eso, claro, es ahora. Hasta hace bien poco, las cajas -por mucho que le molestase a algunos- eran presentadas en todo el mundo como una de las grandes historias de éxito de la España de los milagros.

Esta imagen perfecta, sin embargo, se ha quebrado con la intervención de Caja Castilla-La Mancha. El mundo está viviendo una crisis financiera sin precedentes. Los gobiernos de los principales países occidentales, con Estados Unidos y Gran Bretaña a la cabeza, se ven obligados a inyectar cientos de miles de millones de euros en el sistema para evitar la quiebra de bancos considerados históricamente invencibles. Y en España, sin embargo, todo va bien. El Estado sólo ha tenido que salir al rescate de una pequeña caja de Castilla-La Mancha, presidida por un señor que fue diputado del PSOE y cuyos conocimientos de gestión financiera podrían ser calificados de «limitados», en el supuesto de que uno quisiera ser suave.